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De cómo el hombre llegó a lo más profundo del océano

A finales del siglo XIX el concepto que se tenía del fondo marino se correspondía con un lugar bastante aburrido. Lo que se creía era que, una vez alcanzada cierta profundidad, consistía en una llanura inmensa, en la que, por sus condiciones, era difícil que se diera algún tipo de vida. Para corroborar estas hipótesis, en al año 1872 se inició la expedición Challenger, considerada como la primera gran campaña oceanográfica. Dicha expedición se realizó gracias al impulso del escocés Sir Charles Wyville Thompson, que a través de la Royal Society of London consiguió un barco de la Royal Navy: el HMS Challenger. Dicho navío fue remodelado y adaptado con la tecnología más avanzada del momento. Disponía de laboratorios perfectamente equipados para el análisis y conservación de muestras y en la cubierta del barco se creó una plataforma destinada a realizar dragados y pesca de arrastre. El objetivo era ambicioso: mapear el fondo marino todo lo posible y al mismo tiempo averiguar si algún tipo de vida existía en aquel lugar ignoto. Y el esfuerzo mereció la pena. En aquella expedición se catalogaron 4717 nuevas especies, se hicieron mapas de los sedimentos oceánicos y se estableció la composición del agua marina, entre otros muchos descubrimientos.

HMS Challenger

 

Fosa de las Marianas. Imagen de geology.com

El trabajo de la expedición era rutinario y hasta cierto punto tedioso. En el navío se transportaban kilómetros de cuerdas con pesos que se utilizaban para intentar arrojar luz sobre la forma que tenía el fondo oceánico. Desde la cubierta se arrojaban aquellos pesos atados a cuerdas, se anotaba la profundidad, se tomaban muestras para su análisis, se recogía todo, se avanzaban varios cientos de kilómetros y vuelta a empezar. Al igual que en el aspecto biológico la expedición estaba siendo enormemente fructífera, la teoría de un fondo marino plano y sin accidentes reseñables estaba siendo sin embargo bastante acertada. A partir de un cierto punto todas las mediciones daban una profundidad de 3000-4000 metros, sin que ninguna alteración se encontrara en aquella aparente planicie. Hasta que algo fuera de lo habitual sucedió. En una de las mediciones en el Pacífico, los pesos pasaron la barrera de los 5000 metros y siguieron bajando. Pasaron 6000, 6500 metros y aquello seguía. La expectación en ese punto ya era enorme. Los pesos bajaron y bajaron hasta alcanzar una profundidad aproximada de 8200 metros. Los científicos de la expedición no sabían cómo explicar aquello. La mayoría creía que se encontraban encima de un enorme pozo, aunque ninguno de ellos era capaz de comprender cómo se podría haber formado. Con el paso del tiempo la sorpresa aumenta. Las mediciones continúan, y se encuentran puntos de todavía mayor profundidad. Pero la tecnología de la época no da para mucho más, y muchas incógnitas quedan sin resolver hasta setenta años más tarde, cuando apareció un avance que revolucionó la marina y también la oceanografía: el sónar. A lo largo de la expedición, el Challenger no sólo descubrió la zona más profunda del océano, sino que también se dieron cuenta de que existía toda una cordillera a lo largo del Atlántico, con lo que la teoría de un fondo plano quedaba totalmente destruida. El periplo alrededor del mundo había resultado de enorme provecho.

Con el uso del sónar, varias expediciones dieron forma al fin a lo que se encontraba allí abajo. Una enorme cicatriz en nuestro planeta de 2500 kilómetros de largo, una anchura de unos 70 kilómetros y una profundidad media de 7000-8000 metros, que a día de hoy se conoce como Fosa de las Marianas. Por esa época, otra expedición Challenger (llamada así en honor a los que setenta años antes encontraron del lugar más profundo del planeta) descubre algo en el extremo sur de la fosa que los deja atónitos: ésta cae hasta llegar a una profundidad de 11000 metros, en lo que es el punto más profundo del planeta conocido, y que es bautizado como no podía ser de otro modo abismo Challenger.

William Beebe (izquierda) y Otis Barton con la batisfera

Pero lo que parecía un reto imposible es que el hombre llegara algún día a aquel lugar, en el que las condiciones eran totalmente inhóspitas: la presión en ese punto es de más de mil atmósferas, algo parecido a que nos pusieran encima cuatro aviones Jumbo. Los primeros en abrir la conquista de las profundidades fueron William Beebe y Otis Barton. Éste último diseñó un aparato sencillo pero que resultó tremendamente eficaz: la batisfera. Dicho ingenio consistía en una bola de acero con unas escotillas de cuarzo que pendía de un cable sujeto a un barco, desde donde se subía o bajaba. En la primera inmersión, en el año 1930, estos dos hombres consiguieron una profundidad de 134 metros, todo un récord para la época. Cuatro años más tarde pulverizaron este récord llegando a la friolera de 900 metros. Pero aún quedaban muy lejos los 11.000 que había que descender para llegar al fondo del abismo.

Fue gracias a la familia Piccard que se consiguió este hito. Auguste y Jacques Piccard eran un padre y un hijo suizos; exploradores, ingenieros y oceanógrafos. Auguste, el padre, diseñó un nuevo ingenio al que denominó batiscafo. A diferencia de la batisfera, este nuevo invento era mucho más elaborado, y permitía inmersiones mucho mayores. Con este ingenio los Piccard se dedicaron a hacer inmersiones a profundidades hasta el momento nunca alcanzadas, pero debido a los problemas económicos acarreados por el coste de desarrollar estas tecnologías, la familia Piccard se ve obligada a vender su batiscafo Trieste (en honor a la ciudad en el que se fabricó) a la marina de los EE.UU. El acuerdo consiste en que los EE.UU pasan a ser propietarios del ingenio, pero los Piccard mantienen el control de éste. De esta manera padre e hijo se aseguran poder continuar sus inmersiones.

Batiscafo Trieste

 

Con la nueva adquisición y la ayuda de los Piccard, la marina se decidió a intentar el asalto al abismo Challenger. En inmersiones anteriores el batiscafo había dado muestras de ser capaz de descender a profundidades hasta el momento inimaginables, y con esa nueva herramienta los EE.UU se veían capaces de alcanzar una nueva frontera en una época en la que existía una auténtica batalla tecnológica. El proyecto fue llevado a cabo con bastante secretismo. No se tenía del todo claro que aquello tuviera el final deseado, y los americanos no deseaban ser el hazmerreír del resto de países en caso de fiasco.

Walsh y Piccard en la cápsula del Trieste

Así, el 23 de Enero de 1960 el Trieste fue enviado a la conquista del abismo Challenger. En la reducida cápsula de tres metros de diámetro destinada a albergar los pasajeros, dos hombres: Jacques Piccard y el teniente de la marina estadounidense Don Walsh. A los 100 metros la oscuridad es total, pero el batiscafo sigue su descenso hasta batir su propio récord de anteriores inmersiones: los 5000 metros. A los 6000 metros algo sucede: un estallido repentino, y Wash y Piccard tienen que revisar todo a su alrededor, hasta que descubren que el cristal exterior de los dos que forman la escotilla se ha agrietado. A esa profundidad cada centímetro cuadrado de la cápsula está soportando ya 8 toneladas de presión, por lo que sólo un cristal los separa de una muerte inmediata. Con sus conocimientos de ingeniería, Piccard cree que pueden continuar sin que nada ocurra, y ambos deciden seguir adelante.  Justo antes de posarse, los dos hombres se quedan anodadados al ver un pez muy similar a un lenguado salir asustado al sentir su presencia. Tal y como Walsh dijo posteriormente, «Donde hay uno hay más».  En esa época ya era aceptada la existencia de vida a esa profundidad, pero lo que no se esperaban era un animal de ese tamaño. Por desgracia, el batiscafo levanta una nube de sedimentos al posarse que impide por completo la visibilidad, y ante la certeza de que tendrían que esperar mucho para conseguir ver algo deciden iniciar el regreso, no sin antes tomar una fotografía que ha pasado a la historia: Piccard y Walsh en la cápsula del Trieste. Nueve horas después de empezar la inmersión, salen de nuevo a la superficie.

Una vez conquistado el abismo, el gobierno de los EE.UU decidió que no merecía la pena invertir más fondos en aquella empresa. Se habían gastado mucho dinero para ver un lenguado, y se lanzaron a una nueva conquista: La Luna. Aún a día de hoy nadie más ha vuelto a bajar hasta allí. Se mandaron varios robots no tripulados, pero el desconocimiento de lo que allí hay sigue siendo enorme. Pero no sólo ocurre a tan enormes profundidades, ya que la ignorancia es general en lo que a fondos oceánicos se trata:  tenemos mapas muchísimo más detallados de la superficie de Marte o de la Luna que del fondo de nuestros propios océanos. Y a saber lo que aún nos queda ahí por descubrir.

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